Alguien lo estaba esperando en aquel pequeño cuarto, alguien cuya presencia había sido incapaz, excepto por los métodos más ordinarios, de detectar. Una figura que ahora estaba tras él. Y, mientras Maharet entraba en la estancia mayor, tomando a Pandora, Santino y Mael consigo, Marius comprendió lo que iba a suceder. Para hacerle frente mejor, aspiró con lentitud y cerró los ojos.
Qué trivial pareció toda su amargura; pensó en aquél cuya existencia había sido, durante siglos, sufrimiento ininterrumpido, cuya juventud, con todas sus necesidades, había sido verdaderamente eternizada; en aquél a quien no había logrado salvar o perfeccionar. Cuántas veces al año no había soñado en aquel encuentro, que nunca había tenido valor para llevar a término; y ahora, en aquel campo de batalla, en aquel tiempo de ruina y de agitación, iban a encontrarse por fin.
—Amor mío —musitó. Se sintió fustigado, como anteriormente, cuando había echado a volar por encima de los yermos, más allá del reino de las calladas nubes. Nunca había pronunciado palabras con más sinceridad—. Mi hermoso Amadeo —dijo. Y extendió el brazo y sintió el contacto de la mano de Armand.
Blanda aquella carne antinatural, blanda como si fuera humana, y fresca y tan suave. Ahora no pudo evitarlo. Estaba llorando. Abrió los ojos a la figura aniñada que estaba ante él. ¡Oh, que expresión! De tanta aceptación, de tanta entrega. Luego abrió los brazos.
Siglos atrás, en un palazzo de Venecia, había intentado captar en pigmentos imperecederos la cualidad de aquel amor. ¿Cuál había sido la lección? ¿Que en todo el mundo no hay dos almas que puedan abrigar el mismo secreto, el mismo don de devoción o de abandono? ¿Que en un niño de la calle, un niño herido, había encontrado una mezcla de tristeza y de grácil simplicidad que rompería su corazón para siempre? ¡Éste lo había comprendido! ¡Éste lo había amado como nadie nunca lo había amado!
A través de las lágrimas, vio que no había recriminación por el gran experimento que había salido mal. Vio el rostro que había pintado, ahora un poco ensombrecido por lo que ingenuamente llamamos sabiduría; y vio el mismo amor en que había confiado tanto en aquellas noches perdidas.
Sólo con que hubiera tiempo, tiempo de buscar la quietud del bosque (algún lugar cálido, recluido entre las encumbradas secoyas), y allí, hablar horas y horas, sin prisas, durante largas noches. Pero los demás esperaban; y así, aquellos momentos fueron los más preciosos y los más tristes.
Estrechó a Armand en sus brazos. Besó los labios de Armand y su largo pelo suelto, vagabundo. Pasó sus manos con avidez por los hombros de Armand. De Armand miró la delgada mano blanca que sostenía entre las suyas. Todos los detalles que había intentado inmortalizar en la tela; todos los detalles que había conservado en la muerte.
—¿Están esperando, no? —preguntó—. No nos van a permitir más que unos instantes.
Armand asintió sin pensarlo. Y en voz baja, apenas audible, dijo: —Serán suficientes. Siempre supe que nos volveríamos a encontrar. —
¡Oh, los recuerdos que despertó aquel timbre de voz! El palazzo con sus techos artesonados, las camas recubiertas de terciopelo rojo. La figura de aquel muchacho subiendo a toda prisa por la escalera de mármol, con la tez roja por el viento invernal del Adriático, sus ojos pardos encendidos
—. Incluso en los momentos de más grave peligro —prosiguió la voz— sabía que nos encontraríamos antes de ser libres para morir.
—¿Libres para morir? —repitió Marius interrogativamente—. Siempre somos libres para morir, ¿no? Ahora bien, lo que hemos de tener es el valor para hacerlo, si en efecto es lo que hay que hacer.
Armand pareció meditar sobre esto un momento. Y el leve distanciamiento que emergió en su rostro atrajo de nuevo la tristeza de Marius.
—Sí, es cierto —dijo.
—Te quiero —susurró de pronto Marius, tan apasionadamente como podría haberlo hecho un mortal—. Siempre te he querido. Desearía poder creer en algo más que en el amor, en estos momentos; pero no puedo.
Un pequeño ruido los interrumpió. Maharet se había acercado a la puerta.
Marius deslizó su brazo y envolvió los hombros de Armand. Hubo un último momento de silencio y entendimiento entre ambos. Y luego siguieron a Maharet hacia una inmensa sala, situada cerca de la cima de la inmensa montaña.
No hay comentarios:
Publicar un comentario