lunes, 3 de agosto de 2009

La reina de los condenados - Lestat en Grecia

Oh, cielos... adoro estos libros.


Lo siguiente es un extracto del libro mencionado en el título, una de mis partes favoritas.


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Luego oí ruidos más inmediatos. Mujeres en aquella antigua casa. Se acercaban a la alcoba. Me volví justo a tiempo y vi cómo las dos hojas de la puerta se abrían de par en par, y las mujeres, vestidas con simples blusas y faldas, y pañuelos en la cabeza, entraron en la estancia.

Formaban una abigarrada mezcla de todas las edades, incluyendo jóvenes bellezas y viejas matronas y aun algunas criaturas muy frágiles, de piel oscurecida y arrugada, y pelo blanco como la nieve. Llevaban jarrones de flores consigo; los colocaron por todas partes.

Después, una de las mujeres, una vacilante figura esbelta de hermoso y largo cuello, avanzó con una atractiva elegancia natural y empezó a encender la gran cantidad de luces.

Olor de su sangre. ¿Cómo podía ser tan fuerte y seductora, la sangre, cuando no sentía sed?

Luego se agruparon en el centro de la habitación y se quedaron mirándome, como si hubieran caído en un trance. Yo estaba en la terraza, observándolas; enseguida comprendí lo que veían. Veían mi traje desgarrado, los harapos de un vampiro (chaqueta negra, camisa blanca y capa), todo manchado de sangre.

Y mi piel, que había cambiado sensiblemente. Era más blanca, más horrorosa a la vista, claro. Y mis ojos debían de haber sido más brillantes, o quizás era que sus ingenuas reacciones me engañaban. ¿Cuándo habían visto a uno de nosotros?

Sea como fuere, todo parecía una especie de sueño, aquellas mujeres inmóviles con sus ojos negros y sus rostros más bien sombríos (incluso las robustas tenían rostros más bien lúgubres), allí reunidas, con la mirada fija en mí, y cayendo de rodillas una tras otra. Ah, de rodillas. Suspiré. Tenían la expresión delirante de los que contemplan lo extraordinario; estaban ante una visión, y lo más irónico era que, para mí, la visión eran ellas.

Con ciertas reticencias, leí sus pensamientos.

Habían visto a la Santa Madre. En eso se había convertido ahora. La Madona, la Virgen.

Había descendido a sus pueblos y les había dicho que matasen a sus hijos y a sus esposos; incluso los bebés varones habían sido sacrificados. Y lo habían hecho ellas, o lo habían presenciado; y ahora flotaban, eran arrastradas, por una ola de fe y júbilo. Eran testigos de milagros; la misma Santa Madre les había hablado. Era la antigua Madre, la Madre que siempre había morado en las grutas de la isla, incluso antes de Cristo, la Madre de quien, de tanto en tanto, se descubrían estatuillas desnudas bajo tierra.

En su nombre habían derribado las columnas de los templos en ruinas, los que los turistas iban a visitar; habían incendiado la única iglesia de la isla; habían roto sus ventanas con palos y piedras. Los antiquísimos retablos de la iglesia habían ardido. Las columnas de mármol, fragmentadas, habían caído al mar.

¿Y yo? ¿Qué era yo para ellas? No era simplemente un dios. No era sólo el elegido de la Santa Madre. No, era algo más. Me sentí perplejo estando allí, acorralado por sus miradas; sentí repugnancia por sus convicciones, a la vez que fascinación y temor.

Temor no de ellas, claro, sino de todo lo que estaba ocurriendo. De aquella deliciosa sensación de ver a los mortales admirándome, admirándome como cuando había aparecido en el escenario. Mortales adorándome y sintiendo mi poder después de años de permanecer oculto, mortales que venían a mí para adorarme. Mortales como aquellas pobres criaturas que llenaban el sendero de las montañas. Habían adorado a Azim, ¿no? Habían ido allí a morir.

Pesadilla. ¡Tengo que darle la vuelta, tengo que detenerlo, tengo que evitar aceptarlo o aceptar cualquier aspecto de ello!

Es decir que podía comenzar a creer que yo era realmente... Pero ya sé lo que soy, ¿no? Y ésas son mujeres pobres e ignorantes; mujeres para quienes los aparatos de televisión y los teléfonos son milagros, son mujeres para quienes cualquier cambio es una forma de milagro... ¡Y mañana despertarán y verán lo que han hecho!

Pero ahora nos envolvió una sensación de paz, a las mujeres y a mí. El olor familiar de las flores, el hechizo. Y en silencio dentro de sus mentes, las mujeres recibían instrucciones.

Hubo cierta agitación; dos de ellas se pusieron en pie y entraron en el cuarto de baño de al lado: uno de aquellos inmensos cuartos de baño de mármol que los ricos italianos y griegos parecen amar. El agua caliente brotaba a chorro; el vapor salía por las puertas abiertas.

Otras mujeres se habían dirigido a los armarios en busca de ropa limpia. Fuera quien fuese el pobre diablo propietario del palacete, el pobre diablo que había dejado el cigarrillo en el cenicero y las leves marcas digitales grasientas en el teléfono blanco, había sido muy rico. Un par de mujeres avanzó hacia mí. Querían conducirme al baño. No hice nada.

Sentí su contacto: cálidos dedos humanos que me tocaban y la concomitante sorpresa y excitación en ellos al notar la peculiar textura de mi carne. Esos contactos enviaron un poderoso y delicioso escalofrío a mi espinazo. Ellas me miraban con sus bellísimos ojos negros y líquidos. Tiraban de mí con sus cálidas manos; querían que las acompañase.

De acuerdo. Accedí a que me llevaran. Baldosas de mármol blanco, dorados grifos de formas esculturales; un esplendor romano a la antigua, si uno se fijaba bien, con esplendorosos frascos de jabón y de perfumes llenando por completo las repisas de mármol. Y la inundación de agua caliente en la bañera (o estanque), con surtidores de agua sembrándola de burbujas, todo era muy atractivo; o podría haberlo sido en otro momento.

Me desnudaron de mis ropas. Una sensación fascinante. Nunca nadie me había hecho algo igual. No desde que había sido vivo, y sólo siendo un niño pequeño. Me hallaba en la nube de vapor del baño, observando aquellas pequeñas manos y sintiendo los pelos erizados en todo mi cuerpo; sintiendo la adoración en los ojos de las mujeres.

A través del vapor me miré al espejo (a la pared que era un espejo, en realidad) y, por primera vez, desde que aquella siniestra odisea había empezado, contemplé mi figura.

Durante unos instantes el impacto fue mayor de lo que pude soportar. «Eso no puedo ser yo.» Estaba mucho más pálido de lo que había imaginado. Con suavidad aparté a las mujeres de mí y me acerqué a la pared espejo. Mi piel tenía un lustre nacarado y mis ojos eran aun más brillantes, reuniendo todos los colores del espectro y mezclándolos en una luz glacial. Sin embargo, no me parecía a Marius. No me parecía a Akasha. ¡Las arrugas continuaban en mi rostro!

En otras palabras, la sangre de Akasha me había cebado, pero todavía no me había alisado la piel. Yo había conservado mi expresión humana. Y lo más singular era que el contraste hacía que todas esas arrugas fuesen mucho más visibles. Incluso los diminutos pliegues de los nudillos de mis dedos estaban más marcados que antes.

Pero, ¿qué consuelo constituía eso cuando, más que nunca, destacaba, sorprendía, era diferente a un ser humano? En cierto sentido, era peor que aquel primer momento, doscientos años atrás, cuando una hora después de mi muerte me había mirado en un espejo y había tratado de encontrar mi humanidad en lo que estaba viendo. Ahora sentía el mismo miedo.

Estudié mi reflejo: mi pecho era como el torso de mármol de un museo, aquella blancura. Y el órgano, que no necesitamos, en posición, como dispuesto para lo que nunca más volvería a saber hacer o a querer hacer, mármol, un Príapo en la puerta de entrada.

Aturdido, miré a las mujeres, que ahora se acercaban; gargantas de cisne, pechos encantadores, miembros húmedos, oscuros. Miré cómo con sus manos recorrían todo mi cuerpo. Para ellas yo era bello, cierto.

Allí, en medio del vapor que se elevaba, el olor de su sangre era más intenso. Pero en realidad no tenía sed. Akasha me había llenado, pero la sangre estaba atormentándome, un poco. No, bastante.

Quería su sangre, pero no tenía nada que ver con la sed. La quería del mismo modo que un hombre puede querer un vino de solera, aunque haya bebido agua. Sólo que el deseo era aumentado por veinte, treinta o cien. De hecho, era tan poderoso el deseo que me imaginaba que las poseía a todas, que desgarraba sus tiernas gargantas una tras otra, que dejaba sus cadáveres tendidos en el suelo.

No, aquello no iba a tener lugar, razoné. La cualidad penetrante y peligrosa de aquel anhelo me hacía venir ganas de llorar. «¡Qué ha hecho de mí!» Pero yo ya lo sabía, ¿no?

Sabía que ahora era tan fuerte que ni veinte hombres a la vez hubieran podido tumbarme. Y pensar en lo que yo podría hacerles a ellos. Si quería, podía ascender, cruzar el techo y quedar libre de todo esto. Podía hacer cosas en las que nunca había soñado. Probablemente ya tenía el don del fuego; podía incendiar, de la misma manera que ella podía incendiar lo que fuera, de la manera que Marius decía que podía. Sólo una cuestión de fuerza, eso era todo. Y vertiginosos niveles de conciencia, de entrega...

Las mujeres estaban besándome. Besaban mis hombros. Simplemente una encantadora sensación, minúscula, la suave presión de sus labios en mi piel. No pude evitar sonreír y, con mucho cariño, las abracé y las besé, hociqueando sus calientes cuellecitos y sintiendo sus pechos contra el mío. Estaba rodeado por aquellas maleables criaturas, estaba envuelto en suculenta carne humana.

Entré en la profunda bañera y dejé que me bañaran. El agua caliente chapoteaba contra mí, estaba deliciosa, llevándose con toda facilidad la suciedad que nunca nos queda realmente adherida; nunca nos penetra. Levanté la cara hacia el techo y dejé que me peinaran el pelo bajo el agua caliente.

Sí, muy agradable todo. Y, sin embargo, nunca me había sentido tan solo. Me hundía en aquellas sensaciones hipnotizantes; flotaba. Porque, en realidad, no había nada más que pudiera hacer.

Cuando hubieron acabado, elegí los perfumes que deseaba y les mandé que se deshicieran del resto. Les hablé en francés, pero parecieron comprender igualmente. Luego me vistieron con las ropas que seleccioné de entre las que me presentaron. Al amo de la casa le gustaban las camisas de hilo, hechas a mano; a mí me iban algo grandes de talla. Y también le gustaban los zapatos hechos a mano, que eran más o menos de mi medida.

Elegí un traje de seda gris (un tejido finísimo), de corte moderno, desenvuelto. Y joyas de plata. El reloj de plata del hombre y sus gemelos, que llevaban diminutos diamantes incrustados. E incluso un pequeño broche también de diamantes para la estrecha solapa de la chaqueta. Pero me sentía raro con todas aquellas ropas; era como poder notar la superficie de la piel y sin embargo no notarla. Y había aquella sensación de algo ya conocido. Doscientos años atrás. Las viejas preguntas mortales.

¿Por qué diablos está ocurriendo esto? ¿Cómo puedo llegar a dominarlo?

Por un instante me pregunté: ¿Era posible no preocuparse por lo que ocurriese?

¿Permanecer apartado y observarlas como criaturas extrañas, cosas de las que me alimento?

¡Había sido arrebatado cruelmente de su mundo! ¿Dónde estaba la vieja amargura, la vieja excusa para la crueldad sin límite? ¿Por qué siempre se había centrado en cosas tan insignificantes? No es que una vida sea insignificante. ¡Oh, no, nunca, ninguna vida! En realidad, éste era el punto esencial. ¿Por qué yo, yo que podía matar con tal abandono, me retraía ante la perspectiva de ver sus preciosas tradiciones arrasadas?

¿Por qué el corazón me subía a la garganta? ¿Por qué estaba llorando en mi interior, yo mismo como algo mortal?

Quizás a algún otro diablo le habría gustado; algún retorcido e inconsciente inmortal podría haberse burlado de sus visiones (las de ella), y sin embargo haberse deslizado en el vestido de un dios con tanta facilidad como yo me había deslizado en aquel baño perfumado.

Pero nada podría darme aquella libertad, nada. Las libertades que me daba ella no significaban nada para mí; su poder no era, en definitiva, sino un grado más del que todos poseíamos. Y lo que poseen todos nunca ha facilitado la contienda; más bien la ha convertido en una agonía, por más que se gane o se pierda.

No podía ocurrir, la subyugación de un siglo a una sola voluntad; el propósito tenía que ser desbaratado de una forma u otra, y sólo con que consiguiera mantener la calma, encontraría la clave.

Sin embargo, los mortales se habían infligido ya tantos horrores entre ellos; hordas bárbaras habían arrasado continentes enteros, destruyendo todo lo que encontraban a su paso. ¿Acaso ella era meramente humana en sus delirios de conquista y dominio? No importaba. ¡Tenía medios no humanos para ver sus sueños hechos realidad!

Echaría a llorar de nuevo si ahora no paraba de buscar la solución; y las pobres y tiernas criaturas que me rodeaban sufrirían más daño y quedarían más confusas que nunca.

Cuando me llevé las manos al rostro, no se alejaron de mí. Me cepillaban el pelo.

Escalofríos recorrieron mi espalda. Y el suave palpitar de la sangre en sus venas de pronto fue ensordecedor.

Les dije que quería estar solo. No podía soportar más la tentación. Y podía haber jurado que sabían lo que yo deseaba. Lo sabían y se rendían ante ello. Salada carne oscura tan cerca de mí. Demasiada tentación. Cualquiera que fuese el caso, obedecieron instantáneamente, y un poco con temor. Salieron de la habitación en silencio, retrocediendo, como si fuese impropio darse la vuelta y echar a andar.



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La reina de los condenados

Anne Rice


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